Migrantes somos todos



Segundo premio del Concurso Internacional La Migración Iberoamericana. Una mirada desde los ojos de los Migrantes (2014). Organizado por el Programa Iber-Rutas auspiciado por la Secretaría General Iberoamericana/Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).


En los últimos 10 años me he mudado a 9 ciudades diferentes. Tan dispares todas: Areguá, Cancún, Buenos Aires, Asunción, Zacatecas, Malinalco, Ciudad de México, Cabañas y Encarnación. A pesar de las mudanzas siempre me sorprendo cuando escucho las amenazas de la gente de renuncia, de cambiar de vida, o esas quejas recurrentes de vender todo e ir lo más lejos posible. Esa movilidad corresponde a nuestra desarmonía. Me costó años aceptarlo. Nadie quiere pasar por desequilibrado o inconforme, por ingenuo, por idealista. En mi caso ya es idealismo puro, del tipo que no se compensa a pesar de las más de tres décadas que porto. Antes me atormentaba más, ahora lo disfruto. Acepté mi naturaleza, no tan diferente a la del vecino de la ciudad que sea, es solo una naturaleza humana, con mucho de sueños.

La historia de las migraciones es de siempre. Corresponde a la esencia misma del hombre, sin distinción de razas ni religión. Es la esperanza que permanece, la fe en un futuro mejor, la alternativa que ofrece el aire nuevo, un aprendizaje, la idea de un trabajo más digno, deseos de libertad política, aceptación o simplemente un poco de aventura, de cambio de rutina. Comprender de manera racional lo que ofrece viajar no siempre ayuda a que la búsqueda sea más o menos llevadera. Las emociones consumen tanta fuerza vital que bien podemos sentirnos desventurados o extremadamente optimistas por más que el cerebro analice distinto.


Ahora me encuentro viviendo en un lugar que fue bautizado por varios antropólogos y estudiosos como “la tierra sin mal”, “la tierra de la utopía”. El slogan basado en los sueños guaraníes suena bien. Es una mentira más pero pasar un invierno dentro de un mito no daña, por el contrario, es tan reconfortante como una sopa bien caliente cuando pela el frío, o una sombrilla cuando el sol arrasa. Si el alma está inquieta no hay mejor pócima que cuentos. La veracidad de éstos no es lo trascendental.

Mi abuela era una experta cuentista. Nadie como ella para captar la atención. Sentada en una mecedora de madera y cuero podía sustraer la atención de todo ser viviente que sepa escuchar. Su belleza consistía en la sabiduría de narrar. Aquella argentina hija de padre italiano y madre uruguaya sabía más de migraciones que cualquier teórico del tema. Su padre huyó tras explotar un laboratorio en Inglaterra y su madre, descendiente de charrúas, estaba en Argentina cuando lo conoció. Huyeron tantas veces como las desventuras de mi bisabuelo y terminaron en Paraguay, donde se casó con un paraguayo que en plena revolución civil no tuvo otra que huir.  Quizás en mi familia las migraciones sean por la esperanza de sobrevivir, no tanto por idealismo. Fueron movidas realizadas en medio de la prisa, de esas en que uno se va liviano. Su hija, mi madre, se casó con un paraguayo nieto de un portugués que de Brasil viajó a Paraguay en busca de mujeres bellas sin compañero, aquellas que tanto abundaban tras la guerra de la triple alianza. Las consiguió, tuvo dos mujeres y lo mataron joven. Mi abuelo cumplió el sueño de su progenitor. Tuvo muchas mujeres y cuarenta hijos reconocidos. El menor de todos, mi papá, a los veintitantos huyó con mi madre cuando el dictador paraguayo pidió la muerte o la prisión para aquellos que pensaban distinto.

Así nací yo. Un verano de 1980 en Buenos Aires, aunque estuve a un mes de nacer en Uruguay. Como sea, y a pesar de portar mi documento argentino, en mi tierra me sentí extranjera. Recuerdo a los 9 años que una maestra me preguntó mi apellido. “Fatecha Montiel”, le dije. “Sólo Fatecha” me contestó. “No, yo tengo dos apellidos, mis padres son paraguayos y allí se usan el paterno y materno. En mi documento están los dos”. “Estás en Argentina y acá solo se usa un apellido”, fue su respuesta y así me anotó. Me dio rabia.

Pocos años después de la caída de la dictadura en las tierras guaraníes, mis padres me dijeron que era hora del regreso. Cuando uno migra nunca sabe bien que significa un regreso. Como palabra suena bien pero no es más que la historia de algún gran desamor. Y esas penas es mejor dejarlas donde están. Las consecuencias de intentar recobrar lo imposible son fuertes, desestabilizadoras y a veces crueles, aunque no dejen de tener un dejo de verdad, alumbramiento, comprensión y belleza, como la vida. Su regreso era mi migración, la primera que tuve como tal, de dejar mis cosas, regalarlas, decir adiós. Tenía doce años cuando empezó una nueva etapa.

Cuando mis padres optaron por volver, me sentí mal. Y lo digo como fue, sin sumirme en la  autocompasión que fue tan dañina para mí. Mi familia se dividió en dos, dos hermanos se quedaron en Bs As y mi mamá y un hermano fuimos a Asunción. Mi padre iba y venía y todo era un caos. También viví la discriminación. Siempre se habla de la discriminación que los paraguayos sufren en la Argentina, pero en Paraguay, al menos a inicios de los 90, existían grandes prejuicios contra los argentinos. Los odiaban y a partir de esa primera impresión había que ganarse la simpatía. Fui al colegio más cercano, donde por esas casualidades de la vida el 90 por ciento del alumnado provenía de familias afiliadas al partido colorado. Era un completo sapo de otro pozo y en ese tiempo tuve que aprender a no opinar mucho, guardarme las ideas para mí y acoplarme a los de otros, intentar pasar desapercibida y ahorrarme unos cuantos “si no te gusta volvéte a tu país”.

Por supuesto, no podía volverme a ningún lado y tuve que aprender a tragarme rabia porque tenía todas las de perder. Creo que a partir de ahí la relación con mis viejos fue frustrante. Era chica y no podía entender lo que estaba pasando, tampoco me lo explicaron, creo que ni ellos lo sabían. A pesar del amor ya no los pude mirar igual. Era imposible. Quizás ellos encontraron lo que buscaron en su regreso pero mi educación en una escala de 10 bajó a 4,  la motivación bajó a 2 y la rabia aumentó a 10. Era menor y como no tenía más opción que soportar la situación opté por lo más sano: adaptarme. No fue fácil pero lo logré y hasta el día de hoy estoy satisfecha con los resultados, con los buenos amigos que coseché.

Muchas cosas no pude hacer por ser inmigrante, pero les resté importancia. Inconcientemente me armé una coraza. Aunque fui a la universidad, fui autodidacta, y a pesar de ya estar en una zona de confort, me juré la ida. No podía permitirme el destino que otros habían elegido. Ese cambio de concepción cambió mi vida. Nacemos donde nuestros padres eligen que lo hagamos pero nuestras posibilidades son infinitas.

Ni bien terminé mis estudios, con mi pareja viajamos por tierra hasta México. Al llegar, conseguí trabajo en un diario y mi sueldo era regular para el país pero mucho para Paraguay. Me sentía tranquila a nivel económico pero un factor no menor me inquietaba: No tenía documentos. Era plenamente conciente de que permanentemente deportaban a gente, entre ellos a varios argentinos, sin embargo opté por quedarme, hasta que dos años después optamos por ir a Buenos Aires. No sé con certeza cuales fueron las razones para repetir historias de regreso, esta vez por decisión mía. Pero sé, que a pesar de que mis padres ya no estaban allí, sentí que regresaba a casa.
  
Tras años y años de intentar pasar desapercibida, en esa ciudad donde todos se quejan por todo, mi leona interior salió nuevamente a la superficie. Me sentí resplandeciente. Por primera vez sentí que tenía el derecho de defenderme, de opinar, de decir lo que se me venía en gana. Ya no más “andáte a tu país”. Sin embargo, y a pesar del buen momento, los números cerraban forzadamente. Mis trabajos fueron tan en negro como mi documentación en México. Posteriormente tuve muchos tipos de migraciones, pero haberme ido de Buenos Aires fue la única migración económica. No me podía quedar en ese país porque no me permitía vivir trabajando de lo que me gustaba. Opté por irme pero me fui más fuerte que nunca. Nunca más escondí mi opinión ni naturaleza. Era parte de mi aprendizaje, parte del desapego, parte de entender que el problema no es estar o no estar en un lugar, sino que el problema para el que va y viene se llama inserción.

Los migrantes vivimos intentando insertarnos en un lugar nuevo y reinsertarnos si los vientos nos hacen regresar. La lucha de los migrantes está y estará siempre en lograr eso que pocas veces se consigue. Por eso considero que la deportación no está lejos de ser un delito. Gente obligada a reinsertarse sin herramientas, despojándolas de todo…Las leyes migratorias cuando se aplican terminan dándonos rencor. Pero al mismo tiempo, los migrantes que temen a la deportación, que tiemblan de solo pensar en volver, son los mismos que extrañan su terruño, le cantan, le lloran. Yo no sé que nos atrae realmente de nuestro lugar de origen. ¿Será la infancia la que nos determina y ata?

Hoy creo que es probable. Ese sentido de permanencia, de llegar a un lugar y sentir que se maneja un control de la situación a pesar de los años, a pesar de golpearnos la cabeza contra la pared ante tamaña ilusión. Creo que nos ata el pasado, el afán de darle continuidad a una historia que al fin y al cabo es la de nuestra vida. Tampoco sé si vale la pena profundizar en eso. Creo que pensar en términos de pérdida es no sólo inservible, sino sumamente frustrante.

En mi caso, si bien inicialmente la migración fue impuesta, ahora es tan deliberada que no puedo quejarme. Al cambiar mi manera de pensar y reconocer que ya me mudo por inquietud y no por razones sociales ni económicas, me saqué una inmensa carga del pecho. He visto como sufre la gente que se despierta todos los días extrañando su barrio. Es simplemente desgarrador. He visto como se reúnen entre paisanos a extrañar. Lo ví en todas partes. Recuerdo con inmenso cariño a un argentino que se fue a ver un partido de fútbol a Guatemala, se enamoró, tuvo un hijo, se separó, se quedó. Cada vez que lo visitábamos nos regalaba facturas elaboradas por él dignas de cualquier panadería buena de Buenos Aires. Y yo me deleitaba con esos dulces de mi tierra y él, que gozaba por añorar un rato, le encantaba recibir visitas, era feliz.

He visto tantos que se quedan por amor a los hijos, por trabajo, porque no tienen donde ir, he llegado a ver a gente al borde de la locura por sentir que no tiene raíces, que no tiene de qué aferrarse. Los ví, los escuché y me identifiqué con todos. Con cada gesto de alegría por lograr un documento, por encontrar una casa, por enamorarse, así como con cada gesto de desamparo absoluto, miedo a los oficiales de Migraciones y sentimiento de desigualdad de oportunidades. He visto a hombres y mujeres brillantes caer ante las emociones. No creo que sea funcional pensar buscar lo que ya no está y por supuesto, no volverá. Es como mirar pasar el reloj sin aportar nada al tiempo. En contraparte, he visto extranjeros que prosperaron como no lo podrían haber hecho en su lugar de origen, porque sacaron fuerzas nuevas, porque vieron que el cambio era una oportunidad, he visto como conquistaron sus espacios, porque dejaron de pensar desde la oscuridad.

Recuerdo que en un diario el director de Recursos Humanos me preguntó porqué si era argentina había estudiado en Paraguay. En otra ocasión me preguntaron si las universidades en Paraguay eran como las escuelas pobres de los pueblos de México. Podía ofenderme pero no lo hice, porque nunca esperé garantías de ningún sistema educativo, sea del país que sea. Ese mismo director me dio un aumento cuando le avisé que me ofrecieron trabajo en otro lado. Y no fue mi título el que consiguió eso.

El desarraigo es así. Una cicatriz que nunca va a cerrar. Con o sin retorno. Pero al mismo tiempo es una cicatriz que llevo con mucho orgullo. Ya no lo llamo desarraigo, ahora lo llamo sentimiento de territorialidad extendida. Me costó años, vueltas sin sentido, muchas charlas, sacar lo mejor de eso. Ahora en cada lugar del que me voy dejo algo, casi nunca material,  que me permita saber que más adelante puedo volver. Cuando quiera puedo regresar a muchos lugares. Esa sensación de opción es maravillosa porque me da la fortaleza que necesito cuando atravieso un mal momento. Igual, no vuelvo. No pasa por ahí. Es un esquema mental, un pilar que necesitamos para sostenernos cuando sentimos que no hay nada. Esa seguridad me permite salir siempre a flote con alegría.

Hace muchos años que me podría haber instalado pero prefiero seguir mudándome. Me acostumbré. Mis plazos los conozco. En promedio duran un año. Corresponden a mi calendario emocional. Todas las personas tienen el suyo. Los primeros ocho meses vivo un enamoramiento. Siento que el paraíso está donde están los pies y que el desafío vale la pena, la conquista de un espacio mejor. A partir de allí, con el desenamoramiento que da la rutina empiezo a manejar otras opciones y mi nivel de tolerancia que todo lo permitía desciende al punto que casi todo me irrita Es una desesperanza que solo un nuevo viaje me la quita aunque la tristeza me invada por dejar el que considero también mi lugar.

Aceptar mis emociones contradictorias me costó años. Tuve que explorar en lo más feo de mi naturaleza. Ya no pienso como migrante aunque los departamentos de migraciones insistan con eso. Me importa un comino mi documento aunque a los xenófobos no les guste. Tampoco pierdo el tiempo en relacionarme con quien no ve más allá que un acento entreverado. Considero que tengo una territorialidad expandida aunque mis conciudadanos no lo acepten ni las autoridades aprueben el término.

De cada lugar me llevo lo mejor, que con el tiempo es bastante temático, gastronomía exquisita y amigos trascendentales. Los paisajes bonitos y la importancia de los trabajos influyen pero no determinan. Cuando el alma vibra sé que ya no puedo continuar quieta porque hacerlo traiciona mi esencia. Al comienzo no lo entendía y pagué un precio alto por desobedecerme: Ataques de pánico que se curaron cuando decidí serme fiel.

Me quise traicionar miles de veces pero al final volví a mi búsqueda. A veces envidio a esas familias tradicionales que más que de vacaciones no piensan en emprender huida alguna. Pero esa envidia no dura más que un cuento y solo con imaginarme ponerme en esos zapatos sé que pronto me llegaría la urticaria.

Moverse es para mí una cuestión de piel. El cuerpo se manifiesta en todas sus formas y si bien mi vida podía haber sido diferente no lo es, porque no busco mi lugar, ese lugar lo tengo mientras dure mi tiempo. Mi lugar es el olor a flor de coco de un verano paraguayo, mi lugar es un abrazo con mis amigas de infancia, mi lugar es un tamal en el DF o una playa caribeña. Mi lugar es hoy el Río Paraná y una brisa nocturna que me acompaña cuando salgo a trotar. Mi lugar es adonde van mis pensamientos, no adonde quiero volver. Aunque no por eso dejo de preguntarme permanentemente ¿adónde lleva una vida como ésta? ¿Es sano no tener raíces? ¿Qué se hace con las emociones que se guardan y se acumulan? ¿Es realmente posible qué tu casa esté en todas partes?

Yo solo tengo respuestas que cambian todo el tiempo. Un sí y un no.

Formé familia y la realidad es que cada vez es más difícil compaginar este estilo de vida. En cuestiones de trabajo, nuestra experiencia es buena pero saltamos tanto de laburo en laburo que todos saben que nuestro compromiso caduca pronto. Todos los años pensamos donde vamos a estar y cerca de fin de año hablamos sobre adonde nos vamos a ir. Las secuelas que trajo el desarraigo fueron muchas pero el desarraigo me trajo las mejores experiencias de mi vida, sin duda.

Con los años aprendimos a apoderarnos de la situación sin importarnos la territorialidad de muchos. Como todos los procesos hay puntos buenos y malos. Los buenos son la afinidad que se logra con la gente en tiempo record. Lo malo, es que todos somos concientes desde el momento en que nos conocemos, que la relación tiene fecha de caducidad porque aunque la relación siga alimentándose a través de correos electrónicos, nunca va a ser igual. Si no te vas vos, se van ellos, el precio de tener amigos afines, amigos viajeros.

Migrantes nacemos, migrantes somos, migrantes morimos. Migrantes somos todos, migrando vivimos. Migrante es aquel que sueña con cambiar de trabajo, cambiar de pareja, cambiar de casa, cambiar de nariz, cambiar de muebles, cambiar de ropa, cambiar de ley. A veces daríamos nuestro mundo por un cambio sin importar lo que tengamos que soportar.

Mi territorialidad se extiende sin un pedazo de tierra. Es una conquista del alma, una amplitud de anécdotas, de historias para contar. Como las de mi abuela, aquellas que solo te invitan a cerrar los ojos y partir…

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